domingo, septiembre 02, 2018

En el lanzamiento de EL PEQUEÑO PERIÓDICO Nº 65 (para recordar)








(Fotos tomadas de la Web de la Fundación Arte y Ciencia - https://fundarteyciencia.wordpress.com)









EN UN 65º

El vino y la voz flautamente arrastrando la erre de William Rouge, como si en su apellido artístico anidara el rojo francés y en su lengua ese juego de palabras cobraran vida, salpicó anoche mi conciencia en el símbolo simple y en el sitio triunfal de esas pequeñas conquistas del corazón y del alma de los pocos que asistimos al sexagésimo quinto nacimiento parturiento de El Pequeño Periódico, bajo la impúdica frase de periodicidad, regodeándonos en la presencia de la arbitrariedad gratuita de un sueño.

Y como todo nacimiento, anoche tomó vuelo además en la nerviosa voz de Bárbara, esa niña mayor, ojiclara y heredera de ese legado de Ángel, quien con aspiraciones de hacer nuestra propia antropología, paseó su voz por nuestros oídos para hacernos conocer la vida en las calles momposinas.  Ese calor lo llegué a sentir como dentro de una campana de microondas, casi como aquel de las tardes en que yo tomaba clase en "los países bajos" del Liceo Celedón en Santa Marta, donde la gran temperatura nos hacía sudar aunque no moviéramos ni los párpados, sin derecho a amodorrarnos siquiera en la clase de religión.  Hasta allí, a mí, Mompox o Mompós me seguía sonando como a "estar pendiente de una rosa", como a Sonora Matancera, y como a los recuerdos ajenos que me habían regalado Ánjel y Spitaletta en un librito olvidado de "Con otro son - Una historia fantástica de Mompox" al que asistí a su lanzamiento accidentalmente por allá hace como catorce años, y que me acercó a "un burro se derrite a la sombra" o a "donde hace tiempo no se muere nadie", pero que anoche se volvieron presentes en la emoción límpida y frágil de esa voz evocadora.  Si la intención de Bárbara era hacerme libar en unas pocas líneas lo que su ser entero y alegre lleva degustando en el trascurso de su tesis de grado de Antropología por esos caminos, calles y muros fantasmagóricamente blancos de la ciudad "perdida en la memoria de la historia", lo logró.

Y desde los pretiles saltó Álvaro, al anónimo Álvaro, mi amigo Álvaro Jiménez Guzmán, compañero de batallas no iniciadas, trasgresor de leyes no escritas, eterno inconforme en la mitad de la nada, quien a sus años place entre la jubilación, las letras, su salud menguada y sus sueños, esa porción del mundo visto desde su particular forma de abordarlo, siempre con el ánimo de "universalizar hechos cotidianos".  Nos paseó por los estadios y por la idiosincrasia de este nuevo país de individualistas, viles imitadores de las barras bravas argentinas o de los "hooligans" europeos, donde un disenso malamente importado saca lo más abyecto de nuestra juventud a favor de la conducta imparable de la masa.  Nos mostró un bello y poético retrato de esa turbamulta, ignorante e inconsciente del más mínimo sentido de patria, que nadie ha sido capaz de escribirle en el corazón algún mensaje de amor por los demás, donde la agresión es el lema en el acto bárbaro.  Toda su espléndida y concisa expresividad, aún con el "golpiao" tipo cereteño, me dejó ese sabor poético que acusa a todos los que nos quedamos impertérritos ante la barbarie, con la misma actitud y pose de los romanos que ante su circo de lucha de cristianos, gladiadores y fieras, extendían su mano con el pulgar todo poderoso de vida o muerte, ajenos al drama y en son de espectáculo.

Espacio también hubo para la tímida profesora de literatura, María del Carmen, quien no pudo más ocultar su grito y nos prestó, dejando de ser ya suya, la pregunta de si somos demasiado normales para educar.  Mi vocación se maestro tomó su lugar, alertó mis sentidos y mis dudas compartidas sobre el mismo tema.  No encontré tampoco respuestas porque entendí que el tema es mucho más amplio y complejo que hallar una respuesta correcta donde no la puede haber.  Puse en mi mente junto a su pregunta otras más existenciales como: ¿Por qué queremos hacer que lo que sabemos pase a formar parte de nuestros alumnos? ¿Será que hay un ego secreto de tamaño indefinido que nos impele a querer reflejarnos en los alumnos? ¿Será éste un sentido de trascendencia mayor que nosotros mismos y que está en quien ya se haya graduado de maestro en la escuela del aula real?  No tengo sino más preguntas pero en su acento paisa y más de timidez que otra cosa, hallé otro eco a mis propias preguntas últimamente repetidas en mi interín académico.

Me sorprendió gratamente el relevo generacional que viene ocurriendo en El Pequeño Periódico, donde como ejemplo vi a ese pequeño moreno oriundo de Magangué que compartía con William la dirección locutora de la noche para este 65º lanzamiento.  Con una naturalidad que mostraba su espíritu hondo de querer superar sus limitaciones de voz, de bagaje y de dicción en erre arrastrada por casualidad o tal vez solidaridad como su compañero de mesa, William, tomó las riendas y enarboló frente a mí la dirección de la noche.  Hizo los llamados de los autores que iban desfilando con naturalidad y esfuerzo por ser los expositores de sus textos o artífices de ellos, y a fe de que lo logró.  Nos contó sobre el viaje literario de "Toma la Palabra" en comunión con la voz cortada y nerviosa de uno de sus organizadores, donde el verbo es el elemento base de la construcción de la realidad del sueño de esa juventud que desea expresarse.  Nos narró también la historia de Batata, el tamborero de Totó La Momposina, quien murió en enero de 2004 en Bogotá, anónimamente como lo hizo Héctor Rojas Herazo y que también reseñamos en un ambiente como éste.  Allí mi sentir se llenó de tonos y cánticos evocadores de mi vida costeña y carnavalera durante mi adolescencia.  No obstante lo anterior, mi pequeño amigo magangueleño puso frente a mi paladar de recuerdos, las voces del tamarindo en cruz sobre la mesa, y al final el jugo especial que llegó ratificando que no soy ajeno ni a ese sabor ni a ese olor, pues en algunas fibras adormiladas de mi pasado sigue existiendo la cosecha de ese enorme árbol de más de un metro de diámetro en su tronco que había en el patio de la casa de mi viejo, esa vieja casa samaria donde se quedaron anclados al tiempo mis pasados que formaron mucho de lo que yo soy y lo que no.

Vuelvo en mis notas musicales que tiritan en mi mente como estrellas, a repasar las notas de viaje del poeta William, mientras un algo parecido a su paisaje de contrastes de desierto y de mar en el sur de Perú y el norte de Chile se me parecen a las orillas de mi mar samario que se agigantan dentro de mí a la sombra de su descripción poética de su periplo reciente por esas tierras.  Y continué allí, en medio de la declamación fantaseada con la luz del vino rojo que libaba ante nuestros paladares ansiosos, con su mundo de fantasmagorías de desierto y mar tomándolas como propias, arrancadas por William como desde un pasado regado de presentes ajenos, donde parece que a la vez el tiempo no transcurre pero atropella al visitante y siente uno en esa voz afrancesada que somos uno con los Incas que domeñan esa geografía desértica.  Pero a medida que avanzaba su lectura, la huella iba siendo mayor en mí, y a fe de que repetí en mi viaje de regreso esas imágenes ya bajo mis propios matices de poeta cuando "El mar y el desierto viven en la misma casa.  A veces no hay suficiente espacio para la noche y las estrellas".  Oh nueva figura bellamente decoradora de mi cuarto de trebejos donde pongo a remojar mis poemas.  Gracias William, pero he tomado para mí no sólo esta imagen sino los alfileres de plata del cielo atacameño y otras más.  Hay toques simplemente elementales de los escritores que a uno le llegan por no sé qué designios o caminos, y éste fue uno de ellos.  Esta prosa me hizo sentir, a través suyo, uno solo con el cosmos como en las noches recientes a la orilla de mi mar samario.

Y con el musicar del fondo en la voz y las tamboras de Totó, nos leyeron "al alimón", William y mi amigo -ya eso era- el magangueleño, el poema de la hoja final de García Usta, aquel biógrafo y amigo creo de Rojas Herazo, sobre la Fundación del cantar. Sé que aquella noche hubo también alusiones a la ciencia galileana del Sida, pero ello ya es tan mundano que no hizo crónica poética en mí.

En fin, me temo que la alegría generosa de este pequeño grupo de gente grande llenó mi día, pasándolo de uno común a otro que permitió que mi noche estuviera llena de los tesoros, cantos, guanacos, quechuas al acecho, y un descampado desierto donde la humanidad es retada para cumplir designios mayores que ella misma, que aquí me he entusiasmado a no dejar borrar de mi memoria, y que de alguna manera pretendo compartir con los protagonistas como una especie de retroalimentación para estos "gestadores" de sueños.

Recalo mi barca hacia mis radas ocultas y vuelvo a ellas un poco cambiado después de esta noche del 65º, porque esta interacción desértica, tamaríndica, vinatera, esplendente de "bárbaros" muros blancos, de sentimientos claros y directos de todos estos amigos... han nutrido otra vez a mi alma de poeta.

Medellín, marzo 13 de 2004. 
Francisco Pinzón Bedoya ©.


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