martes, octubre 22, 2019

¿Mama, dónde estás?

"¡Llévame a la casa!"
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¿MAMA, DÓNDE ESTÁS?

Ya he probado suficientes temas para escribir.  La mañana está apenas para dejar que mis manos expresen lo que siento.  Fueron los últimos pensamientos que tuvo antes de caer.  La parte posterior de su cabeza rebotó en algo, dolía y su visión se tornaba borrosa.  Recordaba como por entre una nebulosa, el ruido de una explosión.  Algo lo había golpeado suponía.  Palpó tras su cráneo un líquido que olía a óxido.  Se miró la mano pero ya era borrosa.  No se podía casi mover.  Su respiración estaba muy agitada y tenía todo el cuerpo en algún piso frío.  ¿Estaba solo?  No oía nada, sólo el leve ronquido de un ventilador lejano y de una radio sintonizada con precariedad.  Se quiso levantar pero allí estaba esa punzada, ardía, quemaba, se mareaba, perdía conciencia de muchas de sus partes.  Tiritaba ya, y su pensamiento lo agitó más aún: “¡Me estoy muriendo!” Decidió pedir ayuda, gritar, a pesar de nada entender ni saber qué había pasado.  ¡No puedo dormirme!, dijo porque su cuerpo eso era lo que le ordenaba y sin saber cómo, había adoptado una posición fetal. Unas manos amorosas le golpeaban suavemente las mejillas pero él no las sentía, apenas un leve susurro y unos murmullos ininteligibles.  Trató de concentrase y era como un “¡Mijo, mijito!”.  Esa voz era conocida pero quería dormir.  Aún esa voz resonaba leve allá en un fondo que se iba poniendo blanco.  “¡Ay, que cabeza tan grande tengo!”, le pesaba.  La voz seguía allí: “¡Mijo, mijito, no se me duerma!” Una energía que no supo de dónde salía le preguntó: “¿Parece la voz de tu madre?” Un sí gigante saltó como un aliento de reserva y abrió los ojos.  Una vieja con manos callosas y llena de lágrimas lo llamaba, era su madre. La abrazó y la apretó de alguna manera porque ya se pudo mover, mientras un enfermero en la ambulancia le atrapaba una vena, y decía “¡Tenemos pulso, tenemos pulso!”.  “¡Mama, llévame a la casa!”.  No supo más. 

Cuando despertó, todo era blanco, y algunos rostros salían como detrás de un biombo de popelina.  Se vio las manos llenas de mangueritas conectadas a máquinas.  “¡Ya está despertando!” y una luz en sus pupilas que las hería.  “¡Tiene reflejos normales! ¡Creo que ya ha pasado el coma!”  Ahí sí se asustó. “¿Dónde estoy?” “En el Hospital de Santa María de Leuca” Algunos rostros se fueron acercando y allí estaba su mujer y sus dos hijitos sonriendo pero llorando.  “¿Pero qué les pasa?”  “¡Llevas 67 días aquí ya, papá!” De pronto recordó y pidió: “¡Háganme pasar a mi mama!” Hubo un silencio general. “¿Por qué, papá?” “¡Es que ella estaba conmigo!” “¡Papá, la abue murió hace más de dos años!

FRANCISCO PINZÓN BEDOYA
mayo 11 de 2018








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