El forastero
Había
venido de lejos, todos lo sabíamos por su mirada.
—Fíjate,
el que llegó.
Traía
con él su mirada, como envuelto en ella, como si ella no le dejara ver. Pero
observaba las calles empedradas del pueblo, sus balcones con macetas y
muchachas, los zaguanes amplios, la sombra que ci sol arrojaba contra las
aceras: al recorrerlas parecía caminar dentro de sí mismo para rescatar su vida
de antes, su vida ligada al pueblo estancado en un tiempo de soledad, eso
parecía.
No
hablaba. Pero cuando le preguntamos:
—¿Dónde
estuviste?, propició sus ojos, tendió la mirada como una pantalla grande, y todos
vimos historias vividas en mares y tierras no conocidos antes por ojos distintos
a los suyos.
Únicamente
de lejos seguimos su paso. Nada quedó sin que lo repasara cuidadosamente. Sólo
al perderse de nuevo con andar difícil llegamos a saber que detrás no quedaban
balcones ni macetas ni calles ni historia, y que todo comenzaba a parecerse a
un gran olvido. Porque el hombre, al salir, se llevaba el pueblo en su mirada.
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Una canción
Le
gustaba su música, cantaba sus canciones, hasta que lo encarcelaron. Por muchos
días la guitarra calló, pero a ciertas horas oíamos seis cuerdas sin que nadie
las pulsara, como ensayando un aire de ausencia.
Después
escuchamos su voz, miramos la canción más allá de unos cielos vecinos; volaba
seguida por los fusiles y reaparecía sobre humaredas y disparos. A intervalos
se cansaban de perseguirla, aguardaban el momento.
—Ya
sé dónde duerme la canción —dijo el jefe de los fusiles.
Así
encontraron y destruyeron la guitarra. La canción se escondió en su nueva
soledad; más vacíos estaban aquellos aires, más reticentes. Pero cuando una
noche la oímos cercana y Pedro se puso a cantar, el pueblo tuvo otro
sacudimiento.
—Ya
sé dónde está la canción —volvió el jefe, y unas luces inoportunas dañaron
aquella hermosa oscuridad. La última bala acalló la voz de Pedro, su canción estaba
ya casi roja.
Todos
nos hundimos en una dolida soledumbre, hasta que la vimos dentro de nosotros, y
la cantamos con fuerza, de día, de noche; así la canción iba por los labios
dándoles de sonreír para otra esperanza. Sabíamos que cuando los labios
sonríen, la pelea empieza a ganarse. Y otros más la iban cantando y otros, y los
fusiles se dispersaron sin saber cómo acallarla porque estaba en todas partes.
—Es
difícil matar la canción del hombre. La vida nos fue enseñando esas cosas.
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Una
muestra de textos seleccionados del escritor colombiano Manuel Mejía Vallejo (Jericó, 23 de
abril de 1923 - El Retiro, 23 de julio de 1998), tomados del libro “La intacta materia
de los días”, ALFAGUARA, como un homenaje a ese grande que nos deja tantas
enseñanzas del “cómo decir”, del “cómo escribir”.. Su obra narrativa describe -entre
otros- la violencia civil (La tierra éramos nosotros, 1945; El día señalado,
1964, premio Nadal) o los ambientes populares urbanos (Al pie de la ciudad,
1958; Aire de tango, 1973). En 1989 obtuvo el premio Rómulo Gallegos por su
novela Años de indulgencia.
Como
muchos de los grandes escritores también sobresalió en poesía y era amigo de la
bohemia, que compartía con el poeta Carlos Castro Saavedra, Edgar Poe Restrepo,
Óscar Hernández y Alberto Aguirre. Es uno de los autores colombianos de quien
más obras han sido llevadas a la pantalla de televisión: El día señalado, Las
muertes ajenas y La casa de las dos palmas han sido adaptadas y realizadas por
programadoras colombianas con un notable éxito de audiencia.
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