Otranto, en la costa sureste de Italia, paraíso terrenal
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VOLVER A PALABREAR
Mis
letras salen hoy después de un mes de represamientos y llenados al ser en otras
perspectivas y peripecias en familia.
Tienen un suministro irrefrenable de imágenes, sabores y delirios que he
traído en mi mochila andariega. No es
una comparación con quien ya caminó mil leguas más y conoció mil países más, es
mi alma quien henchida de arrobos viaja por mis manos y se junta con el sol al
este de Leucca o de Otranto. Los verdes
en racimo, los azules en contradanzas, los ocres desde el casi amarillo hasta
el blanco puro, van en procesión por mis retinas cansadas por exceso de
estímulos, entre la historia que ocultan las fachadas y las vidas que se
respiran poderosas a orillas del Mediterráneo, del Arno, del Sena o del
Báltico, o quizás a bordo de un barco en un lago suizo. Magnificencia y
locuacidad en silencio, estupor y congelamiento, boca abierta de asombros y
dedo en el botón de la cámara, son sensaciones que me ruedan por mi ser cada
tanto como lo hace el agua de cada uno de los saltos en los Alpes al comienzo
del verano. Vuelvo remozado, con la piel
antigua casi desaparecida, en un rediseño total, en una reinvención que salta
desde todo lo que se encuentra de bello por todo ese camino. Voy colgado de un atardecer en Gdynia bajo un
extraño canto de cigarras, o de una playa abigarrada de sol con un mar frío y
congelante. Voy entre los árboles de rosas, centenarios, cruzando calles por
donde antes viajaron los conquistadores de cientos de imperios, o en la fronda
verde de bosques de maple en pleno fin de la primavera donde los hocicos de
jabalíes puntuales esperan la noche para tomar sus bellotas. Voy de mil maneras
en una fluencia de amor, propia de... haber vivido y seguirlo haciendo.
Francisco Pinzón Bedoya ©
julio 9 de 2018
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Serán varias crónicas, prosas, poemas, en fin... producto de nuestras recientes vacaciones
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