VIAJE AL COLOR
Al salir, se tercia su mochila con su cámara, una botella de agua, unos maníes y unas gafas oscuras, y por si acaso, un paraguas. Recuerda que no ha sacado el último libro de cuentos que leía: espero que no se estropee. Una brisa fría contrasta con el cielo azul, sin nubes. Se escurre por los rincones y es como una sombra, subrepticia, cuando se atreve a dejar un registro de esa presencia floral que tal vez unos pocos admiran. Dice su madre: pero como usted, ninguno.
A todas las flores de los jardines del barrio les ha tomado fotos. Son como apariciones de colores de grandes o pequeñas mariposas, sólo que quietas en su movimiento lento jugando con el viento. Tienen su carácter y su tiempo. En cada pasada, en las mañanas con una luz que genera tonos más pastel, cada mata esboza su estado. La clave está en tomar cada una como se encuentra. Este barrio alto no sería el barrio sin sus antejardines, sin sus flores, ninguna exótica sino de aquí, de este aire fresco de esta montaña húmeda, una fortuna porque ha llovido muchos días y ellas reciben todo ese regalo de vida.
Consideraba un estorbo a todos los vecinos que se según su renegadera, “parece que vivieran en la calle, debe ser que tienen casas y mentes muy pequeñas, aburridas, cuya única distracción es asomarse a ver pasar el mundo”. Se da cuenta de que es una bobada que cuando lo están mirando no pueda tomar la foto de esa flor cual pájaro congelado en pleno vuelo, cuyo color textura y forma han seducido su visor y el afán de su dedo obturador. Le encanta la idea y le hace sentir grande, que tomar cada foto sea como una misión, la de robarse un secreto. A pesar de su libertad, lleva con él su miedo cuando guarda rápido su cámara en la mochila.
Al principio atribuyó aquello su temor a que alguien pase, le atraque y se le lleve su cámara. Con el paso del tiempo, ha descubierto que con la luz de la mañana que a él le gusta para tomar sus fotos, nunca ha percibido el más mínimo peligro, y que de tanto pasear por aquellos antejardines ya puede anticipar en cada calle quién o quiénes estarán haciendo qué: la señora que los viernes limpia las ventanas de la casa grande, la vendedora de una panadería, el señor que riega su jardín, la pareja que sale de su casa con su bebé y un trasteo de cosas, tal vez para llevarlo donde algún familiar a que se lo cuiden mientras ellos trabajaban juntos. Todo ello lo ha llevado a descartar los sábados y los domingos porque ha descubierto que son los días con más gente en la calle.
Sin embargo, no deja de molestarle que le vean de pronto capturando los instantes de color vegetal que lo motivan. Una mañana, de pronto, una señora se puso a su lado, y sin que él la hubiera visto le dijo: ¿Verdad que están muy bonitas? Y eso que se iban a morir cuando yo arrendé esta casa, pero les he echado muy buen abono. Solo acató a decirle: sí, están muy bellas, pero con el susto en la boca y como si de verdad lo fueran a atracar.
Siente que mezcla ello con su historia. Recién llegado a esta capital iba con la primera novia que había conseguido, dos tipos altos y flacos se acercaron con sendos puñales y los amenazaron y exigieron que les entregaran todo. Allí se fue su primera cámara, la calculadora, los aretes y el reloj de ella, y la plata del pasaje y de tomarse una cerveza. Juntos, abrazados, con temblor, tuvieron que caminar como una hora hasta donde una tía de ella para que les regalara el pasaje. Luego, cuando hizo su primer viaje a el Caribe, paró con su familia en un restaurante. Al salir descubrió su carro abierto, se habían llevado la mochila con la cámara profesional que un alemán antes de irse le había vendido barata. Un día al llegar de regresó a su casa, revisó en el visor de su cámara las fotos que había tomado, su cara se puso lívida y sudó frío en todo el cuerpo al ver en las últimas sólo un reflejo gris en las últimas veinte. Siguió revisando hacia atrás, de pronto aparecieron las de esa reciente aventura. ¿Pero qué pasó? Sonrió, claro, la última foto tomada en modo manual y había guardado tan rápido su cámara que la había dejado prendida. Al terciarse la mochila, en algunos pasos, por alguna razón que desconocía, se fue disparando contra el forro de la mochila.
Uf, menos mal que no fue que la memoria se hubiera dañado, foto que se pierde es flor que no se repite, cada condición es única y por más que se haga el mismo recorrido ya ha cambiado todo. Es una captura de la luz de esos instantes. Es tiempo de colores, de fragancias, de pétalos, de texturas suaves, de bailes imperceptibles frente al viento que las incita.
Pasa el tiempo, aún sigue tomando fotos de todo tipo, y solo ha perdido el miedo en el viaje que hizo a Europa, en donde tomó fotos de cuanto se veía y se movía. Su hija llegó a llamarlo: mi japonesito. Él no lo cree así, ocho mil fotos no es mucho.
Francisco Pinzón Bedoya
diciembre 19 de 2021
Hola Francisco!! No dejes de captar la belleza que la vida nos ofrece mucha a pesar de todo... tus fotografias son magnificas. Besos
ResponderBorrarHanna, muchas gracias, un abrazo gigante.
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