"Tal vez así vemos hoy el ramo que regalamos ayer..."
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DE
LA MEMORIA FUGAZ
Todo caduca y termina de una forma fugaz que apenas
descubrimos. El reloj se empecina aunque
se vuelva paisaje. Las franjas de
anaranjados y salpicaduras de nubes de azul vienen a confundirse con los
recientes colapsos de la vida y con el olor pútrido que se quedó enquistado en
el último entierro o en el paso por la ciénaga.
El entorno marca con su huella un presente que de repente no nos
pertenece. Hay como una ley no escrita
que pretende uniformizar la experiencia única del paso por esta parte infinitésima
del orbe. No nos queda ya ni el rastro
de lo leído e imaginado, sólo a ratos las evidencias del dolor reciente, y una
sarta de retales que cargamos.
El olvido nos va dejando aislados, los hechos se colorean o se
borran. Repetimos películas y les disfrutamos
aunque algo por allí nos esté diciendo que ya las habíamos visto. Se deshacen, como primer síntoma, nombres,
fechas, palabras con significados precisos de los cuales sí nos acordamos,
sucesos, resultados de algún partido, fiestas y... luego, y más terrible,
caras, condiciones, historias y otros desafectos, que nos dicen del giro del
tiempo –ése inapelable juez- por los huesos, los músculos, los sentidos y hasta
el cerebro.
Como en estrellas lejanas de luz parpadeante se nos van
convirtiendo los recuerdos: selectivos, lacerantes, amistosos, desdibujados,
borrosos, contradictorios, confundidos, espantosos algunos, y tal vez lejanos
los dolorosos, y hasta “patéticos”
los románticos. Las citas de los libros
se van volviendo como los amigos: arrugados, contrahechos, malolientes a ratos,
y hasta llenos de polvo y soledad.
Quizá somos lo que recordamos y seamos para
otros la manera en que nos recuerdan. No
hay una esencia única en la imagen que creemos ser. Nos presentamos uno distinto para cada ser que
nos recuerda. Para la sociedad somos
esos pedazos de evidencia de lo que de nosotros hay en cada uno de los
cercanos. Sólo para nosotros, en la
intimidad, negamos lo que nos dice el espejo y, más que eso, lo que nos grita
la conciencia y la caterva de lo que llevamos allí de un equipaje, uno que
podría ser amargo o limpio y dulce, o una inmensa mezcla de cada uno de esos
sabores. Es en todo caso, una
escogencia, una decisión que hacemos, entre ser felices en el paso aleve por
este tiempo que en suerte nos tocó o no.
Tarde descubrimos que eso que rememoramos es la vida, es la parte
minúscula que tenemos, y de lo cual: no hay más.
Es una lección dispendiosa ese aprender, muchas veces tarde, de
que eso que nos sucede es lo que nos ha sido dado con la palabra vida. No hay más que esta sucesión de pequeños
detalles, hasta indistinguibles uno del otro, y que al juntarlos es lo que
somos y hemos sido. Nos falta decidir lo
que construiremos con cada uno de los que están por venir: de eso depende el
poder llamarnos seres felices.
Si uno se abstrae de las necesidades primarias y las da por
satisfechas, ese ser feliz tal vez no pasa por donde queríamos y de eso que
atesoramos, sino por otros lugares más plagados de pequeños delirios y
suspensos; pero sí se está en la vecindad de los conceptos de confort y
satisfacción, independientemente de lo que para cada uno ellos sean.
El olvido es un instrumento que los individuos usamos y las
sociedades replican. Desterramos de
nuestro círculo a quien creemos que no nos conviene, y así lo “borramos” de nuestras vidas, y la
sociedad define otro tanto, aunque el efecto sobre el sujeto sea tajante y sin
atenuantes. Ese entramado social es el
sustento del individualismo en cada condición que el sujeto tenga. Algunos se ganan un sitial en la memoria
colectiva, no tanto por lo que dicen sino por lo que hacen, aunque en el caso
del escritor, el decir y el hacer son uno solo.
La mesa está llena de manjares servida, cada uno la aprovecha
según lo que aún queda. Ojalá que la
poesía logre salvarse, como una tajada de esas que no se borran por lo
gustosas. Tal vez la huella del verso vuelva a ser ese vestigio y sirva como la
guía del camino o como regocijo en él, pero no para anclarse y quedarse allí. Hay que avanzar al ritmo del orbe. Es voluntario, lo sé, pero me insto a vibrar
con el canto del mundo que lleva en sus alas la propia vida.
Francisco Pinzón Bedoya ©
17-18/VII/2014
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